viernes, 31 de octubre de 2008

El indiscreto encanto del teléfono celular


Cuando por primera vez Tony Blair post Downing Street se enfrentó a esa pequeña maravilla de la tecnología, desconocía cómo utilizarlo. Durante esos años de primer ministro del Reino Unido, probablemente habló muchísimas veces por un teléfono móvil, pero un asistente hizo el trabajo de marcar y recibir las llamadas.

No hay por qué extrañarse, John McCain, el candidato republicano a la presidencia de Estados Unidos, no sabe de Internet ni tiene una cuenta de correo electrónico. O no sabía ni tenía, hasta que se metió en campaña.

Internet y teléfono celular, herramientas esenciales de comunicación, sobre todo el último, democratizados y universalizados por el espíritu innovador del hombre y su naturaleza gregaria. A prueba de censura e indetenibles por las fronteras de manufactura humana, la cotidianidad es casi inimaginable sin ese artilugio que ha eliminado la distancia y nos ha convertido en localizables: al alcance de la palabra amable u odiosa, y también del aviso oportuno o de la irrupción necia del mensaje indeseado. Un todo inalámbrico.

Ha devenido en un objeto por excelencia del deseo, atizado por el mercadeo incesante que convierte un modelo en obsoleto mucho antes de que sus múltiples bondades tecnológicas hayan sido agotadas o aprehendidas.

Es moda y pasatiempo, instrumento de trabajo y de ocio; rasero y diferenciador social, paradójicamente. A todos nos comunica, y de ahí su carácter democrático, pero este canal de contacto tiene un sello clasista, a tono con el poder adquisitivo de quien lo posee. Que también es un símbolo de estatus, una descripción rápida de personalidad, un complemento que resalta buen gusto o indiferencia frente a las veleidades de lo pasajero.

Que también es identificación de género, con diseños y colores diferenciados, destinado a perderse en la cartera femenina en medio de un desorden oculto de menjunjes, aderezos de belleza y quién sabe si una prenda tan íntima como el encuentro al que servirá de enlace; o a ser aprisionado en el bolsillo masculino donde le aguarda la soledad, o la compañía vulgar de unos billetes manoseados y devaluados, o de unas llaves que ya no guardan nada.

El teléfono celular ha abierto un mundo de posibilidades. Su uso conlleva un código, un formato de conducta con reglas explícitas unas, y otras, en proceso de validación social. Hablar o enviar textos por el celular mientras se conduce es una infracción en muchos países, el nuestro incluido.

De acuerdo a unas estadísticas norteamericanas, el uso del móvil al volante provoca más accidentes que el alcohol. Oportunidad, entonces, para más innovación. El "bluetooth" figura cada vez más entre las prestaciones de los celulares y de los automóviles, compatibilizando la necesidad de comunicación con la prudencia.

Están los aditamentos manos libres, para hablar sin la distracción que ocasiona la manipulación del teléfono. Y para los renuentes y protección total contra los Amets, en Japón ensayan una tecnología que dejará inactivos a los celulares tan pronto el conductor ponga el auto en movimiento.

Ya hay solución al apagón celular, en forma de un dispositivo que lo recarga desde una pila común. O mediante un cable USB conectado al ordenador. Y muy pronto, alimentación por energía cinética.

Está prohibido el uso del celular en los aviones durante el vuelo. Hay vagones de ferrocarril donde tampoco es bienvenido, al igual que en aduanas, algunos bancos y hospitales, porque también puede ser una plaga y entorpecer el funcionamiento de equipos sofisticados y de los cerebros necesitados de sosiego.

En un restaurante de postín en Londres resulta vulgar hablar por el móvil. En París, vi al capitán pedirle airado a un comensal que apagara el teléfono que compartía con unas apetitosas ostras bretonas.

Viajar en un tren italiano supone aclimatar los tímpanos a los sonidos persistentes e inclementes del "telefonino", o mejor aún, aislarse con el infaltable iPod.

He oído celulares campanillear en iglesias, incorporar música electrónica a conciertos clásicos, incordiar en conferencias y resonar tonos festivos en funerarias. Timbrazos inoportunos, no por el mensaje en potencia, sino por el lugar donde alcanzan al destinatario.

No es la tecnología celular lo que más me importa, tampoco su protocolo de uso o la estampa social que imprime, por ejemplo, la sobriedad del Blackberry canadiense. Me decanto por los otros mensajes que el celular genera y recibo sin mediación tecnológica como callado observador en cualquier espacio público, sin permiso ni limitaciones protocolares de los usuarios.

Comunicación que para mí es real y aliento de ficción. ¿Ficción, dada la complejidad de la conducta humana? En aeropuertos y estaciones, sobre todo, he visto lágrimas evaporarse con rapidez sorprendente de un rostro entristecido, tras la magia de una llamada breve de vaya usted a saber desde cuál rincón del mundo y de quién. Tiene que ser la voz anhelada de un alma iluminada, con palabras tranquilizadoras en un idioma que no descifro, pero que adivino como de amor, de cercanía en la lejanía.

He visto, sí, he visto, llamadas que provocan explosiones de ira tan grandes como pequeño el artefacto al oído, y que debió permanecer mudo para tranquilidad del comunicante.

Después del sofocón, dejará que los timbrazos se repitan sin piedad. Dejarlos sonar es, barrunto en mi ficción, un resguardo contra el mal humor, una venganza personal contra la comunicación indiscreta que solivianta el ánimo y hace perder la compostura.

En conciertos de artistas populares, a veces hay celulares en manos en alto. Transmisión en directo de la música, sí, pero más que eso: un compartir inalámbrico de emociones, una manera sencilla de aportar expresión concreta al "ojalá estuvieses aquí" o "te extraño muchísimo".

Expresiones de alegría, de alivio, de orgullo, de satisfacción, verbalizadas por el móvil a nunca sabré quiénes ni por quiénes, pero descritas sin apelación por mí como tales porque me llegaron al salir del consultorio médico, de una aula universitaria o de una oficina de recursos humanos.

Percibo los sollozos, mas no oigo las palabras de la señora al lado del coche estropeado en un accidente de tránsito al doblar de una esquina. ¿Quién y dónde estará del otro lado, un esposo o amante con palabras tranquilizantes, o alguien malhumorado y que condena una imprudencia de la que no puede tener certeza?

El móvil es la comunicación instantánea, un trasiego de sentimientos, de aprensiones y de urgencias en los invisibles e incompresibles 850/900/1800/1900 mhz de la tecnología GSM o CDMA.

Por la banda ancha o estrecha caben sueños e ilusiones, alegrías y tristezas, sin distingos sociales o cuán tan caro o avanzado sea el aparato.

Cuando lo atisbo silencioso y en reposo en cualquier lugar, apretado en alguna mano o enfundado en la cintura, reparo en las Rimas de Bécquer y me pregunto cuántos mensajes, cuántas cuitas y cuántas razones humanas encierra ese pequeño espacio de tecnología, cuántas posibilidades para enderezar entuertos con una llamada a tiempo, con un recordatorio, con un texto de perdón o de preocupación.

¿Será el silencio forzado o una espera angustiosa? ¿Consecuencia de una soledad que se prolonga en las ondas, porque no hay con quien hablar ni nadie quiere hablarte?

Hay veces que con el celular vibran muchas otras cosas.


Dejarlos sonar es,

barrunto en mi ficción,

un resguardo contra el

mal humor, una venganza

personal contra la

comunicación indiscreta

que solivianta el ánimo y

hace perder la

compostura.




De Aníbal de Castro

1 comentario:

aiNOha dijo...

No ando muy bien de tiempo asi que disculpadme por que no he podido leer la entrada.
Tan solo quería dejar constancia de mi visita y de paso mandar besitos :-)